En el camino a Belén, María y José tuvieron que atravesar un bosque. Desde el suelo se elevaban leñosos y secos troncos.
Había entre ellos, numerosos arbustos nudosos y duros, carentes de hojas y cubiertos de innumerables y agudas espinas, algunas de las cuales se extendían y salían al encuentro de los caminantes, desgarrándoles la ropa.
Al burrito que, como los hombres, no podía encogerse en lugares tan estrechos, le había ido muy mal: las puntiagudas espinas lastimaban cada vez más su pobre piel, hasta que llegó el momento en que ya no quiso dar ni un paso más.
Ni regañinas, ni ruegos podían moverlo. Se detuvo como si tuviese raíces y desaladamente empezó un ¡aha, aha!, cuando José lo quiso poner en marcha con su bastón. Entonces José empezó a renegar contra las espinas que le impedían seguir su camino.
Sin embargo, María, la buena Virgen, lo calmó y con la mano en su hombro le dijo: "Querido José, no regañes tanto a los pobres arbustos secos y espinosos. Ellos no tienen la culpa, no pueden más que producir espinas en esta región tan seca. Si tuvieran suficiente agua, seguramente serían capaces de hacer brotar rosas perfumadas para nosotros y nuestro Hijo".
Luego, María levantó su mirada al cielo y rogó: "Querido Dios, deja caer tu bondad en forma de rocío vital para que estos arbustos espinosos se puedan transformar en lo que deseen".
Apenas María había terminado su oración, cuando comenzó a caer un suave rocío sobre los arbustos. Llenos de alegría chuparon el agua, y en ese momento todas las espinas cayeron.
En su lugar brotaron y florecieron las rosas más lindas que pueden imaginarse. Competían para ver cuál tenía los colores más brillantes y el mejor perfume, así que fue una maravilla observarlas.
María y José dieron las gracias por el milagro, y el burrito contento, estiró la nariz hacia el aire, tan aromático, y alegremente siguió trotando adelante, hacia Belén.
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